A continuación una crítica excelente de Juan Zapater sobre la película con la que concuerdo al 100%:
Con Dogville, el pueblo del perro, perro cuya imagen real, cuyos desgarrados ladridos sólo se conjuran en el desenlace postrero del filme, Lars Von Trier inicia una trilogía deudora a su vez de todo lo que hasta ahora ha sido su filmografía. Por ejemplo, fiel a la misma, el contenido de Dogville se estructura a través de un prólogo y nueve capítulos, es decir a través de fragmentos articulados de tal forma que al espectador se le previene sobre el artificio del relato. Con este proceder Dogville subraya su vocación fabuladora. Porque de eso se trata, de forjar un cuento terrible, cruel e ingenuo pero, y sobre todo, moral y corrosivo en el que se retrata el lado oscuro y turbio del ser humano.
Su naturaleza de cuento no le impide mostrar los dientes de filme poderoso, repleto de referencias, trenzado con sabiduría, hábil en sus opciones estéticas, inteligente en sus trasgresiones y perverso en su formulación. Por eso mismo en su premiere en Cannes dejó tan estupefacto al jurado -que fue incapaz de premiar la que es una enorme película-, como irritados a algunos representantes de la crítica norteamericana al parecer frustrados por el retrato que en Dogville se hace de la América rural y profunda, la de todos a la iglesia y en estrecha vecindad.
Sin embargo en esta América de mala uva y poca ira que recrea Dogville no hay ni realismo ni naturalismo. Al contrario, su paisaje aparece tan mixtificado como en tonos solemnes y góticos lo era Europa, aquel filme hipnótico cuyo afán de traspasar los arquetipos arañando la piel de la realidad posee el mismo común denominador que el que pasea por Dogville. En esa mirada cruzada se conforma y se determina el estilo de este cineasta capaz de provocar adhesiones y rechazos en grado extremo.
Paralelamente a todo esto, en Dogville, el público avisado encontrará un placer añadido en enumerar los fragmentos que de su propio cine Trier ha ido colocando de manera traviesa, casi naif, en los intersticios de esta epopeya. Ahí están para las retinas más eruditamente epidérmicas los ecos de esa cámara temblorosa de Los Idiotas, la pasión por el número de Europa, el protagonismo decisivo de la mujer y el sacrificio de Bailar en la oscuridad, el relámpago letal e irracional de El elemento del Crimen, la pasión, muerte y gloria metafísica de Rompiendo las Olas,... pero con ejecutar la suma de todos esos ingredientes no obtendríamos Dogville. Entre otras cosas porque, como en todos los filmes citados, además de esas huellas y recursos, Von Trier introduce un impulso inquietante e inexplicado que define, determina y singulariza cada uno de sus trabajos.
En Dogville, un Trier probablemente más misántropo que nunca habla de la perversión, de la falta de generosidad, de la ambición y de esa condición humana que transforma en un infierno la tierra a fuerza de imponer la ley de un puñado de mediocres condenados que ni siquiera se percatan de su condición de reclusos. En ese sentido, Lars Von Trier pone fácil detectar los rasgos de su prosa cinematográfica. A estas alturas toda esa retórica se ha convertido en material anecdótico pero, al mismo tiempo, Trier imprime un nuevo giro a una trayectoria que parece reinventarse con cada nuevo proyecto.
En Dogville Von Trier comparte con Michael Haneke una cierta inquietud por el aletargamiento del espectador actual y por la creciente estulticia del cine contemporáneo comercial. Quizá por eso mismo, ambos encuentran en Bertolt Brecth, un europeo que sí fue a EE UU el aliado necesario. Si en el Haneke de Funny Games los psicópatas hablaban a la cámara para romper la suspensión de la incredulidad y recordar al público que estaba viendo un simulacro, en Dogville Von Trier se salta las reglas del naturalismo para proponerle un pueblo dibujado con rayas de tiza, casas sin paredes y calles sin pavimento con lo que nos recuerda que el cine jamás puede sustituir la realidad porque toda visión fílmica es puro simulacro.
Ocurre que con transcurrir la acción de Dogville en la América profunda, la del mundo de los gángsteres y la depresión, la de la miseria y la oración, a Von Trier sólo le importa el símbolo. Si en su cine se impone una querencia por la metáfora y un deseo por la trascendencia, en Dogville sus inclinaciones se llevan a extremo. En una calle llamada Elm Street, el mismo nombre -por lo demás absolutamente común- de la calle que vio nacer las pesadillas donde reina Freddy Krueger, Lars Von Trier arranca su filme con el tono de un cuento maravilloso que devendrá en el apocalipsis de la justicia divina. Todo empieza cuando en esa ciudad de amores perros y vecinos mezquinos aparece Grace, una bellísima mujer tan llena de gracia como adornada por la virtud del sacrificio. Como la heroína de Gran bola de fuego es una extraña fugitiva que Von Trier tiene el cuidado de presentarla ante la mirada del pueblo emergiendo desde el fondo de la mina, desde las entrañas de Dogville, el lugar primigenio que probablemente dio origen al pueblo y en cuyo interior, en cuyo útero, Grace encuentra cobijo, escondite y refugio cuando el mundo exterior, el de la ley y el hampa cruzan las calles en su busca. Tan atento a Qué bello es vivir como a La ruta del tabaco, Trier socarrón y malintencionado teje una red de perversiones y cobardía anclada en el magistral hacer interpretativo de un prodigioso coro actoral que orbita alrededor de Nicole Kidman. Parece obvio que esta América es puro pretexto arrancado del cine mismo, homenaje y revisión con el que Lars Von Trier da rienda suelta al verdadero texto que le interesa: el del poder regenerador de los cuentos. Así que uno no acaba de entender por qué algunos críticos norteamericanos se sintieron tan retratados en ella. Como si la estupidez, el egoísmo, la maldad y el miedo fueran exclusivamente propiedad de los EE UU, al contrario, en tiempos de guerra global, Dogville nos recuerda que un ángel como Grace no sería bienvenido en ninguna parte de ese mundo lleno de ignominia. Pero claro está eso obliga a ver el filme desde un distanciamiento bretchiano capaz de aceptar el milagro de creer que un perro de tiza puede terminar ladrando.