febrero 12, 2009

epístola para mi compañero de cineteca...


Llego rayando al CineClub, pago mi boleto y me dispongo a ingresar, saludo a E. y le doy mi boleto, me dice: -ven-, me aparta de la fila y me reclama: -¿Por qué pagaste boleto? Tú nada más te pasas y ya-, -Está bien, es que no te vi, será para la próxima- le respondí yo, entro a la sala y me veo rodeada de gringos los tengo a un lado, atrás y adelante en grupos de tres (pareciera que después de conquistar San Miguel de Allende se han puesto el objetivo de hacerlo con Guanajuato, jiji), la película comienza y mi viaje interno también.

Aunque me encuentre rodeada de personas para mí soy sólo yo en la inmensidad de la sala y lo que el cinematógrafo proyecta en la pantalla, ahí puedo reír, llorar, concordar, disentir, alegrarme, entristecerme, excitarme, y a veces hasta aburrirme, es momento para la introspección, para la reflexión, pero también para la contemplación y el disfrute, cuando logro establecer una conexión con la historia, los personajes, las imágenes, el sonido y la visión del director, me estremezco, comienzo a vibrar al encontrarme en la misma frecuencia de aquello que presencio, es ahí cuando la película pasa a formar parte de mi vida, no todas lo logran, pero las que lo hacen se quedan ahí para siempre, esa es la magia del cine, me muestra otras maneras de percibir la realidad, me acerca a diferentes visiones y culturas, me confirma que, aunque en el fondo somos lo mismo, somos también poseedores de una diversidad tan excitante, tan vibrante y tan increíble como especie humana, que no dejo de sorprenderme ni de saciarme por conocer más de esa cosmogonía de la que todos somos parte y uno con el universo.

Sobre Las flores del cerezo (Kirschblüten – Hanami) de Doris Dörrie: me tocó, me conmovió, comprendí y celebré todas y cada una de las metáforas planteadas con maestría por la directora, sentí todo lo que vi en la pantalla como si lo estuviera viviendo, lloré mucho y con hondo sentimiento cuando la historia llegaba a su fin, fue entonces que sentí y entendí lo que me dijiste hoy, tus palabras me llegaron a la mente en la escena climax de la película: -quiero morir junto a ti-, y entonces te respondí en la oscuridad de la sala, llena de lágrimas y en silencio: -cuando muera será junto a ti-.

Gran película, algo tiene la Dörrie, me identifico con su forma de armar la historia para decir precisamente eso que desea, me gusta su narrativa, que no tanto su cinematografía, ésta no es deslumbrante ni cuidada pero ni falta que le hace. Le aplaudo de pie.

Al salir de la sala seguí llorando, me calmé al ver la luna llena en todo su esplendor: preciosa. Tomé algunas fotos nocturnas de la ciudad y volví a casa, me serví un vaso del vino blanco que me enviaste y que me encanta y me puse a escribirte mi experiencia en la sala de cine.

Te tengo conmigo, no te soltaré ni en la muerte.

febrero 09, 2009

tierna tristeza...

En este mundo constantemente veo barbaridades, injusticias, incongruencias, y desde hace un tiempo, al darme cuenta de tales destrozos, de sus justificaciones y objetivos, una sonrisa aparece en mi rostro, así, sin forzarlo, se muestra como un reflejo, no es que me alegre pero es que ya tampoco me indigno, empezaba a preocuparme, ¿Seré insensible? ¿Por qué sonrío ante el desastre? Lo pensé mucho, y entonces, hace unos días que escucho a Ikram Antaki en una grabación de una de sus intervenciones en Monitor en la cual abordaba la historia del Papado como Institución, y una de sus reflexiones finales fue la siguiente:

"...cuando estaba repasando la historia (de los Papas) me daba una tierna tristeza. Yo colaboro contigo desde hace diez años y repetimos cada semana que de la historia hay que aprender y tu lo dices y yo lo digo, y si los hombres aprendieran, y cuando miraba esta historia me di cuenta que la gran lección, la sabiduría de la historia no es esa, nos equivocamos tú y yo, no es llegar a aprender porque nunca se aprende, es llegar a lo que se llama la risa homérica, una risa que estalla y que mueve los cimientos de la tierra, la risa que los franceses llaman: “la cortesía de la desesperanza”, el hombre no aprende la historia aunque sepa historia y entonces uno tiene que tener una sonrisa triste y tierna, y sin embargo hay que amarlos."

Entonces al fin lo entendí, a través de esa reflexión tuve la explicación de mi particular sonrisa que habla, ahora lo sé, de mi tierna tristeza... (ahora comprendo qué es la sabiduría de la historia).