septiembre 09, 2005

mi recinto sagrado...

Prólogo...
La taquilla, puerta de entrada a una de mis más disfrutables, personales e íntimas experiencias; yacer en una butaca en total obscuridad, hipnotizada por lo que en el escenario o pantalla de cine sucede, concentrada únicamente en lo que frente a mí se desarrolla...

Parte uno, el teatro como recinto...
En el caso de tratarse de una actividad teatral, dancística o musical, o de una mezcla entre ellas, me relajo, abro mi mente a ese espejo en el cual trato de buscar el reflejo de mi alma, es un ejercicio de introspección en el cual trato de encontrarme, de conocerme, de descubrir quien soy y que lugar ocupo en la inmensa humanidad...
En cuanto las luces se apagan y se corre el telón, comienza ese singular diálogo entre el arte y mis sentidos, ellos son el vínculo por el cual mi mente accede al conocimiento de las diferentes formas en que el arte se manifiesta, el arte, esa actividad mediante la cual el hombre expresa su percepción del mundo, tanto de lo material como de lo invisible...
Posterior al discurso artístico siempre hay un epílogo, una reflexión interna que archivo en mi mente como parte de mi experiencia sensible, experiencia que se queda conmigo y que nadie puede arrebatarme...
La humanidad es tan inmensa, tan diversa, siempre me sorprende, pese a que estamos hechos de los mismos elementos que forman las estrellas ¡somos tan diferentes a ellas y tan diversos entre nosotros! ¿Será que ahí reside la causa de nuestra inmensidad? somos parte de ese todo, nos sintonizamos con el universo creando nuestra propia cosmogonía, en esencia somos lo mismo pero somos a la vez diferentes, ahí es donde para mí reside la genialidad, el misterio la grandeza y la fragilidad de nuestra condición humana, esa que es analizada incansablemente por el arte de múltiples formas, y que yo sintetizo en un epílogo personal en la intimidad de la sala de un teatro...

Parte dos, el cine como recinto y arte...
Aunque me encuentre rodeada de personas para mí soy sólo yo en la inmensidad de la sala y lo que el cinematógrafo proyecta en la pantalla, ahí puedo reír, llorar, concordar, disentir, alegrarme, entristecerme, excitarme, y a veces hasta aburrirme, es momento para la introspección, para la reflexión, pero también para la contemplación y el disfrute, cuando logro establecer una conexión con la historia, los personajes, las imágenes, el sonido y la visión del director, me estremezco, comienzo a vibrar al encontrarme en la misma frecuencia de aquello que presencio, es ahí cuando la película pasa a formar parte de mi vida, no todas lo logran, pero las que lo hacen se quedan ahí para siempre, esa es la magia del cine, me muestra otras maneras de percibir la realidad, me acerca a diferentes visiones y culturas, me confirma que, aunque en el fondo somos lo mismo, somos también poseedores de una diversidad tan excitante, tan vibrante y tan increíble como especie humana, que no dejo de sorprenderme ni de saciarme por conocer más de esa cosmogonía de la que todos somos parte y uno con el universo...

Epílogo...
Espacio para mi sagrado, ahí me he buscado, me he descubierto, me he encontrado con mi propia humanidad, me he adentrado en perspectivas y visiones que no creí que existieran, ahí, en la sala de teatro, en la sala de cine, y más específicamente en la butaca, mi butaca, la que me conforta, la que me tiende su brazo, la que respalda mi cabeza, la que me abraza, esa, que en mi ideario es siempre roja, como el telón de terciopelo que desciende sobre el proscenio, como la alfombra que guía desde los vestíbulos hacia la sala, como los muros y plafones del recinto, como la pasión, como lo prohibido, como la sangre, como mis labios, como el preludio al amor, como el amor mismo...

Rojo, siempre rojo, eternamente rojo...



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